Hace un par de años visité el memorial del campo de concentración de Dachau, a 30 kilómetros de Munich. A no ser que seas de piedra lo primero que sientes cuando entras en un lugar así es sobrecogimiento. Una sensación de profundo respeto a los que vivieron este horror te empuja a hablar bajito, mantenerte en silencio y reflexionar sobre lo fácil que es nuestra vida actual. Intentas imaginar cómo sería ese sitio tan terrible diseñado para albergar a 4000 personas y que a finales de la guerra alcanzaba 32000.

La entrada del campo aún mostraba algunos vestigios de las vías de los trenes que transportaban a los judíos, arrancados de sus familias, al campo de concentración.

Adversarios políticos, judíos, sacerdotes y los llamados «elementos indeseables» eran aislados allí dentro, como enemigos del Estado Nacionalsocialista.

“No tienes derechos, estás deshonrado e indefenso. Eres un montón de mierda y como tal serás tratado.” Del oficial de guardia, Josef Jarolin, a los nuevos prisioneros 1941/1942

«Arbeit macht frei« (El trabajo te hará libre). Esa era la leyenda que veían los prisioneros cuando entraban al primer campo de concentración que crearon los nazis en 1933, que serviría de modelo para crear una red de campos de concentración: los Birkenau, los Breendonck, los Buchenwald, los Dora-Mittelbau, los Mauthausen, los Natzweiler-Struthof, Neuengamme, Oranienburg-Sachsenhausen, Ravensbrück, Treblinka, sin agotar una interminable lista de nombres.

El campo había sido una fábrica de armas abandonada en el bosque de Dachau, en el estado de Baviera, a treinta kilómetros de Munich. A raíz de la guerra, empezó a aprovecharse la capacidad de trabajo de los presos para la industria bélica, aparte de las factorías de la SS y de algunas fábricas radicadas en el mismo campo de concentración, como BMW y Messerschmitt. Los presos tuvieron que trabajar en las industrias establecidas en casi toda Baviera. En total fueron montados 139 campos de concentración secundarios y puestos exteriores.

Las historias personales narradas en primera persona en la audioguía te ponen los pelos de punta y te hacen entender el grado que alcanzaban las torturas y esclavización, llevándote por cada uno de los rincones del campo.

Cerca de 200.000 personas pasaron por este campo desde 1933 hasta 1945, fecha en la que fue liberado por las fuerzas aliadas. De ellas, aproximadamente 30.000 perdieron la vida en Dachau.

Las torres vigía, las vallas electrificadas, los alambres de espino no sólo conformaban una pared inexpugnable, era también una tortura psicológica. Muchos decidían acabar con su vida de la forma más rápida e indolora. Lanzarse a la franja de césped que separaba el campo de barracones de la valla electrificada. Con suerte en segundos los vigías de las torres te disparaban y acababan con todo.

Por momentos es difícil aguantar las lágrimas. Un nudo en el estómago te acompaña.

La zona museo te permite ver las fotos y caras de las personas que allí vivieron o murieron, sus nacionalidades, sus profesiones y cómo fueron torturados y explotados.

En él vivieron y murieron presos de Albania, Grecia, Rumania, Egipto, Holanda, San Salvador, Australia, Irlanda, Suecia, Bélgica, Italia, Suiza, Brasil, Yugoslavia, España, Bulgaria, Luxemburgo, Checoslovaquia, Dinamarca, Noruega, Turquía, Alemania, Austria, Hungría, Inglaterra, Paraguay, USA, Finlandia, Polonia, URSS, Francia y Portugal.

La prisión era otro de los rincones más sobrecogedores. En ella torturaban física y psicológicamente a quienes no cumplían sus absurdas normas. Sólo el hecho de fumar en un momento inapropiado te podía llevar 3 días a una estrecha celda.

Algunos presos eran sometidos a crueles experimentos científicos, que consistían básicamente en averiguar el aguante del cuerpo humano a sustancias nocivas que les eran inyectadas o a situaciones extremas antes de la muerte.

Sigmund Rascher fue poseedor del triste mérito de haber sido el primero en pedirle a Himmler que se emplearan seres humanos vivos en los experimentos.

Rascher obligó a dos oficiales rusos presos a desnudarse y adentrarse en agua helada.

Antón Pacholegg, médico prisionero y obligado ayudante de Rascher, relató en el proceso de Nuremberg este macabro experimento, del que fue testigo. A las dos horas los oficiales rusos mantenían el conocimiento. A la tercera hora se escuchó este diálogo:

—Camarada, di a ese oficial que acabe con nosotros de un balazo.

—¡No esperes nada de ese perro!

Sobrevivieron cinco horas. Sus cuerpos fueron enviados a Munich para practicarles la autopsia. El “científico” nazi pretendía haber inventado —y probado con ese experimento— un producto antihemorrágico, al que había dado el nombre de Polygal.

Sigmund alardeaba de su “talento” y de la eficacia de sus investigaciones, porque en ellas usaba a seres vivos y no a ratas de laboratorio.

En Dachau se hicieron estudios sobre el paludismo y se cultivaron larvas del mosquito Anopheles para contaminar a más de mil presos, escogidos entre los sacerdotes polacos. También utilizaban a los prisioneros para probar varios métodos de potabilización del agua de mar y realizaron experimentos sobre altitudes elevadas, utilizando cámaras de baja presión, para determinar la altitud máxima desde la cual la tripulación de un avión dañado podría lanzarse en paracaídas con seguridad. No hace falta explicar en qué consistía este experimento.

Por falta de combustible, en las trágicas últimas horas de Dachau y por ignorar los guardianes que estaban tan cerca las tropas aliadas, no pudieron quemar dos mil cadáveres entresacados de la cámara de gas (ejecuciones) o extraídos de los trenes en el colapso que en los últimos días dejó a la vecina estación, encerrados en vagones, muriéndose como moscas, mientras cundía el caos por todas partes. Los de allí afirman que Himmler circuló la orden original, salida para América, donde se ordenaba quemar a todos los detenidos de los campos antes de que entraran las tropas aliadas.

No sé si fue más duro ver el horno crematorio o la cámara de gas. En ese instante no podía sacarme de la cabeza una escena de la película la Lista de Schindler en la que decenas de mujeres desnudas creían estar a punto de morir asfixiadas en unas duchas comunes y gritaban aliviadas al descubrir que eran sencillamente duchas. Al parecer la cámara de gas de Dachau raramente era utilizada, ya que los presos que no eran útiles para trabajar o estaban enfermos eran llevados a Hartheim, cerca de Linz, para ser aniquilados en las cámaras de gas.

Al salir de allí te haces muchas preguntas. No paraba de pensar en el tabú que podría suponerle a la actual población de la ciudad hablar de este tema. Al fin y al cabo allí vivieron personas de los dos bandos, torturadores y torturados. No fue hace tanto, seguro que muchos abuelos de la zona podrían contar sus propias vivencias.

¿Habrá aprendido el mundo algo de esto? Es increíble cómo volvemos a caer una y otra vez en los mismos errores. Las guerras estúpidas por un trozo de tierra, por hablar uno u otro idioma, o por creencias religiosas. La pregunta que más rondaba por mi cabeza es ¿por qué?

Después de esto, sólo nos queda la esperanza de que no vuelva a repetirse, aunque en el resto del mundo está claro que no se ha conseguido.

Written by Jesús Rodríguez